Duna en la espera



Por encima de todo(s), se encontraba un pensamiento. La(s) botella(s) a terminar indicaba(n) que tenía esperando mucho tiempo. En un inicio, únicamente se dedicaba a observar a las personas que entraban y salían del pub, a las meseras y a la gente que pasaba por la misma calle o cruzando la acera. Sobre todos ellos, pensaba Duna que tenían algún propósito. Si entraron al pub, debían tener la razón de pasar un buen tiempo. Si salían, al igual que la gente que caminaba por la calle, es porque debían de estar a tiempo. Tiempo. Todo la llevaba a pensar en el suyo, ese que dejó alargar mientras esperaba en la mesita junto a tres macetas. Ese que, no sólo se alargaba para dar la vuelta al reloj, si no, para darle vueltas a su interior: su mente estaba hecha un caos. 

Era el pensamiento, por encima de lo(s) demás, de todo(s), lo(s) que la traía(n) un tanto inquieta. Recargó la esquina trasera de sus tacones sobre el piso, para mover los pies de un lado al otro y que éstos se golpearan levemente. Esperaba algo. ¿O a alguien? La o el responsable estaba en problemas por haberle hecho esperar tanto.

Por supuesto, pensó. Debe ser el tráfico, es sábado. Pediré otra(s) cerveza(s). Pidió otra(s) cerveza(s) y sacó de su mochila una pluma y un cuadernillo con laberintos. La mesera se acercó y le obsequió unas papas a la francesa. ¿Todo bien?, le preguntó, te traje esto para que no se te suban las chelas. ¿Sí viste cuántos grados tienen? No, respondió, ¿es mucho? Las pedí porque hoy pagaron y me quería levantar el ánimo. Pues, tú dirás, ésta tiene 10 y esta otra 8. Sintió el peso de los grados de alcohol ingeridos en tres segundos. Duna, a pesar de ello, optó por elegir las de 8, no por ser menos, si no por ser su número favorito.

La música era terrible y Duna no lo notó. Nadaba entre pensamientos y se ahogaba en la espera. A su rescate, un hombre llamado Felipe, se lanzó a salvarle. Le habló de su familia, de qué tan exitoso(s) ha(n) sido él (y su padre) en el negocio hotelero. Él mismo continuaba la conversación, poniendo respuestas en la boca de Duna, cuando ella, no estaba ahí. Ella lo miraba fijamente, por lo que, ante el nerviosismo, él mismo hacía y deshacía su monólogo para impresionar mujeres. Bueno, el éxito se lo debo a mi madre, ella tuvo la visión; mi padre no hizo nada, lo llamó huevón. Y lo es. Sigue sin hacer nada, él es sólo la cara de la empresa. Yo le hago segunda. Sólo seguimos órdenes… ¿No te pasa? 

En la mesa de a un lado, alguien estornudó y Duna, automáticamente, respondió Salud. Felipe, sorprendido añadió, que sí, era justo eso. Por cuestiones de salud, mi madre no pudo echar a andar su idea por sí sola. Enfermó y está en el hospital desde entonces. En el mejor. Yo voy junto a una libreta de morse, para saber qué debo de hacer después. Presiento que ella sigue ahí porque detesta ver a mi padre triunfar cuando ella debería ser la que esté liderando. Yo no sé qué impresión tenga ella de mí, pero, sólo quiero ayudarla y que me de dinero para ser alguien. Es todo. 

Duna miró hacía su cerveza. Estaba vacía. La mesera pasó y la recogió. Su mirada seguía fija sobre la mesa donde se encontraban las manos nerviosas de Felipe. Está bien, está bien. Te has dado cuenta. ¿Fue acaso que no me quité bien el cemento de mis uñas? ¿Mis manos callosas? Eres muy observadora, debo admitirlo. Nadie nunca había visto tan dentro de mí. Quien cae en la primera historia, sólo le interesa el dinero; con la siguiente historia, la de la confesión, caen sólo las que se preocupan por mí, pero en secreto quieren también el dinero. Pero tú. ¡Tú! Tú nunca caerías en mis palabras. Eres distinta. Eso me encanta. Y no me iré de aquí hasta conseguir tu nombre, tu número, ¡tu historia! 

La mesera trajo una jarra de agua con hielos y la dejó sobre la mesa. Ya te tomé la cuenta, te traje mejor agua para bajarle, ¿sale? Duna le dio las gracias, preguntó por la hora. Ya habían pasado dieciocho canciones. Frunció el ceño y bebió un poco de agua. Felipe la admiraba. Duna retomó su cuadernillo de laberintos y fue trazando una línea con varias curvas chuecas. Siguió, pero el camino que eligió no era el indicado. Dio la vuelta sin soltar la pluma y tomó la tercer salida. Lo logró. Le escribió la fecha y giró la página. Felipe chasqueó los dedos y apuntó al cuadernillo. ¡Eso es! No todo tiene que ser directo y fácil, en la vida hay giros inesperados y callejones sin salida. Ahora entiendo que este no es mi momento para llegar a ti. Nos veremos en otra ocasión, en nuestra tercera salida. Hasta luego, mujer sin nombre. Felipe se puso de pie, acomodó su silla y se fue. 

Duna vio al hombre irse y no pudo evitar pensar en el tiempo. No obstante, más allá del tiempo habitaba un pensamiento. Una inquietud que devoraba la paciencia y la conciencia. Un recuerdo, un recordatorio que se imponía por encima de todo(s): una razón para haber llegado a ese lugar y haber tomado la mesa cerca de tres macetas, acompañada de bebidas y un entremés de cortesía. Una promesa impuesta por otro pensamiento por encima de todo(s). 

Al cabo de mucho tiempo medido por canciones, la mesera que atendió a Duna, la buscó con la mirada, le hizo una seña con los brazos mientras le indicaba moviendo los labios que le buscaban. Duna se puso de pie, se alisó la falda, respiró hondo, pasó saliva y apretó su mano hecha puño fuertemente por unos segundos. ¡Al fin!, se dijo. Ha(n) llegado.

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